Hace ya años que empecé a ver mis patrones, a darme cuenta de qué papel tengo en todos los círculos (pequeños o grandes) sociales en los que entro. Y es que ya por 2012 Celia me decía que era la madre del grupo, la que se preocupaba de que todos recibieran la comida en el sitio de cenar de turno, la que siempre tenía pañuelos para los dramas inesperados, la que les compraba condones a sus amigas para asegurarse de no ser tita antes de lo previsto. Soy la que no quiere hablar pero habla en un grupo nuevo, para que nadie tenga que ponerse en la tesitura de hacer el ridículo. Soy la que invita a casa, la que abre las puertas, la que ofrece desayuno, merienda y cena y tiene miedo de cómo vayan a dejar el sofá cuando se vayan. Y lo cierto es, todo sea dicho, que no me desagrada tener ese rol. Mis amigos me apreciaban por ello y los que tengo ahora también lo hacen, aunque en una forma mucho menos efervescente y más callada.
Sin embargo, no es lo mismo estar en un grupo de personas en las que cada una asume un rol distinto, con más o menos acierto, que ser solo dos personas. La dependencia es enorme. La injusticia también. Tiendo a asumir este rol absurdo por culpa del complejo de salvadora que dios me ha dado y no soy capaz de romper el círculo. Ya con Sebas lo vi, incluso con Julio, y eso que éramos unos críos. Pero todo fue siempre idea mía, todo surgía de mis iniciativas, desde los viajes a las obvias rupturas. Siempre he sido yo la que ha llevado la maquinaria pesada mientras la otra persona se dejaba llevar. Ahora no iba a ser menos. Ahora es exponencial la desigualdad. Ha llegado un momento en el que me siento una máquina de hacer personas más preparadas para la vida real. El problema es que por el camino suelo salir malparada. Leía hace un rato que pedir reciprocidad no es algo malo, que tiene sentido en una relación equitativa. Siempre he leído lo contrario, que todo lo que haga tengo que hacerlo sin esperar nada a cambio, que debo ser solidaria hasta unos extremos enfermizos. Suena también a doctrina católica. Y tiene sentido, ¿no? Porque en ese acto tan simple de pedir reciprocidad toda la culpabilidad se abalanza sobre mí. Hago un esfuerzo sobrehumano por ignorarlo y mirar por mí un poquito, pero cuál es mi sorpresa cuando veo que nada cambia. Así que espero. Y vuelvo a hacer de tripas corazón. Y nada cambia. Y me empiezo a sentir no ya culpable sino estúpida. ¿Cuántas veces el pie y la piedra?¿Cuántos chocazos contra la pared? Demasiados, demasiados.
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