Se miró al espejo y vio a otra persona parecida a ella. Tenía el pelo más enmarañado de lo normal, los labios más rojos, los pómulos llenos de surcos de lágrimas y los ojos inyectados en sangre, con las pestañas amontonadas y húmedas; los párpados hinchados. Se miró a los ojos. De repente una imagen pasó delante, una escena, una milésima de segundo. En la boca de incendios a las ocho de la tarde.
-Tienes los ojos colorados- le susurró.
-Qué raro- le respondió.
Ambos rieron.
Le recordó, sonrió, perdió el equilibrio y volvió a llorar.
Había acabado. Todo había acabado. Lo había olvidado. Tiró su cepillo de dientes, volvió a escuchar canciones de Muse, dejó de escuchar las canciones de Pereza que tan poco le gustaban, empezó a meterse en su autobiografía después de casi medio año de aislamiento, volvió a sentirse persona... no una persona feliz, pero era un comienzo. Y sabía que se echaría atrás. Volvería a echarle de menos y a recordar sus besos una y otra vez, pero era algo que estaba dispuesta a asumir, porque su recuerdo ya no la hacía llorar, porque estaba dispuesta a encontrar a su paraguas amarillo, el amarillo más amarillo que se haya visto jamás en la gama de amarillos.
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